Una de las dificultades que frecuentemente observo en mi consultorio es la confusión y malestar en los pacientes cuando se les plantea la necesidad de confrontar con otras personas.
Producto de la cultura en la que vivimos, ya sea en la relación de pareja, en el trabajo o con amigos, la resolución mediante la imposición es considerada muchas veces como una muestra de poder, capacidad e inteligencia.
Esto genera en algunos pacientes una resistencia a la hora de entablar y resolver conflictos. Acarreando estados de ansiedad, enredos mentales y postergación.
Asi, suele escucharse en sesión frases del tipo: “No sé cómo decírselo”, “Se va a molestar”, “No quiero ser un problema”.
Sin embargo, transmitir al otro las propias necesidades, deseos o inquietudes es fundamental para destrabar conflictos que de otro modo darían lugar a un quiebre en la relación o nos harían convivir de un modo no satisfactorio.
Por supuesto, expresar lo que sentimos a veces puede dar lugar a un conflicto con conductas agresivas en el otro. De manera verbal, física o mediante formas más sutiles como desprecios, mentiras o evitación.
Es entonces cuando trabajo con mis pacientes para que puedan observar estas conductas como ajenas a su control, desnaturalizándolas, evitando la culpa para poder comprenderlas como incapacidades del otro.
Lo importante de las confrontaciones no es el resultado, si se tiene razón o se está equivocado. Lo valioso es la continuidad del vínculo (si esto es posible), las ganancias mutuas, el sostenimiento de la confianza.
Cuando las personas comprenden que su papel no es responsabilizarse por el resultado del conflicto, sino lograr transmitir su propia perspectiva, lo mejor que esté a su alcance, e interactuar con el otro, la reacción emocional se acomoda a un nivel tolerable y pueden fluir mejor en la situación.
Se perciben capaces ahora de afrontar la experiencia, percibiéndola como un desafío y una oportunidad de aprender.
¿Y vos... sos de confrontar o pelear?.